Branding urbanístico: cómo una línea bien contada vende territorio

Juan B. Pons Herrera
Arquitecto
Estudio gándara#pons

La teoría no es ardua; lo difícil es sostener el método. Un eje no se legitima con la vaguedad de un “paisaje bonito”, sino con una promesa explícita que pueda recorrerse: mar y oficio, memoria y gastronomía, artesanía viva. Esa promesa pide un guión capaz de dosificar los motivos para que el trayecto tenga ritmo, como si cada tramo fuese una frase con su pausa y su acento. También exige un nombre breve y pronunciable, que haga legible la intención sin tecnicismos, y una gramática visual sobria —un color, una flecha, un tótem—, suficiente para ordenar sin saturar. El resto es coreografía: alternar apariciones y desapariciones de vistas, prever sombras donde el cuerpo las pide, introducir pequeñas sorpresas a intervalos regulares. Y, sobre todo, medir: contar pies y pedales, cronometrar estancias, escuchar a quien trabaja a pie de calle. Con ese andamiaje, la operación deja de ser un catálogo de piezas y se convierte en un organismo con vida propia.

El gran antecedente está a la vista de todos: el Camino de Santiago. Más allá de su dimensión espiritual, enseña que una red puede convertirse en marca con instrumentos mínimos —una flecha amarilla y una concha— y una promesa inequívoca —etapas, hospitalidad, paisaje—. La lección no reside en la monumentalidad de cada tramo, sino en la continuidad de la experiencia: quien sigue la señal encuentra lo necesario para llegar y descansar. Esa certeza, repetida miles de veces, termina por ordenar el territorio, activar servicios y fijar relatos locales. El Camino no publicita Galicia: la camina y la cuenta.

 

 

En clave contemporánea, la Wild Atlantic Way toma la desmesurada costa de Irlanda ,2.500 km de Kinsale (Cork) al Inishowen (Donegal), y la traduce a una lengua común. La señalética no se concibe como decorado, sino como contrato de comprensión inmediata: aquí se mira, aquí se aparca, aquí conviene detenerse. La estandarización de códigos reduce la fricción mental y libera energía para explorar; demuestra que la confianza también se proyecta, que se dibuja. No es solo trazar una ruta: es marcarla, narrarla y venderla de forma unificada. Por eso, a la escala del Atlántico, puede celebrarse como producto con aniversario y campaña coordinada.

 

 

Más cerca, el Camiño Real entre Moaña y Cangas ilustra el valor de coser lo existente con paciencia. No hubo milagros de ingeniería: hubo decisiones coherentes y persistentes, pacificar a velocidad humana, pintar con criterio, unificar secciones, ordenar cruces, fijar un relato reconocible —el mar y las bateas, la carpintería de ribeira—. El resultado no es solo comodidad al caminar; el eje actúa ya como una “calle larga” que enlaza puertos, cascos, playas y negocios. Cuando esa línea entra en la conversación (“quedamos en el tramo azul, subimos al mirador, bajamos por el taller”), la marca territorial ha cristalizado sin aspavientos. Ahí se ve que también pequeñas inversiones —plataforma única, 20 km/h, una banda azul para separar flujos—, si son coherentes, producen identidad comercializable.

 

Infografía de proyecto del Camiño Real entre Moaña y Cangas.

 

Conviene, sin embargo, recordar que el camino hacia esa claridad no se hormigona de una vez. La prudencia contemporánea sugiere ensayar antes de consolidar. Un piloto de ochocientos metros, con señales comprensibles, cruces a cota, bancos donde la pausa se impone y sombra donde se agradece, vale más que un dossier impecable. Abrir, observar, preguntar, corregir y, si funciona, escalar: ese es el orden. Barcelona lo ha entendido, y lo ha convertido en método: las supermanzanas y los ejes verdes no nacieron de un plano definitivo, sino de capas sucesivas que hicieron de lo provisional una herramienta de proyecto. Tras la pandemia, la ciudad ensanchó aceras y calmó tráfico mediante pintura, bolardos, jardineras y prefabricados; recordó que, a escala de calle, el coste marginal puede ser bajo y el efecto urbano alto.

Desde el punto de vista del branding, estos ejes funcionan cuando el espacio público se gobierna como un producto con ciclo de vida. Primero, el descubrimiento: inventariar atractores y barreras, entender la materia prima del lugar. Después, la propuesta: promesa, nombre, tono, paleta y un manual de señalética que permita reconocer sin confundir. Luego, un MVP urbano: un tramo piloto reversible, capaz de demostrar hipótesis. A continuación, el lanzamiento: mapa físico y digital, relato compartible, un calendario ligero de activaciones que ponga el eje en boca de la gente. Por último, la consolidación: obra definitiva allí donde los datos lo justifican, acompañada por mantenimiento y por una gobernanza explícita. Esta gobernanza es diseño tanto como los bancos o las flechas: custodios de la marca, acuerdos de patrocinio por tramo, y un cuadro de mando sencillo —afluencia, tiempos de estancia, reputación en línea, ventas de proximidad— que cualquiera pueda entender.

 

 

El sector promotor, tantas veces convocado tarde, entra en dos momentos clave. El primero, alineando la fachada al relato del eje: tipografías, materiales, pequeñas piezas informativas capaces de hablar la misma lengua. El segundo, coproduciendo activación con gestos de hospitalidad: un código QR que cuente el oficio del barrio, un banco situado con inteligencia, un toldo que regale sombra a cualquiera, una degustación semanal coordinada con la hostelería. Son intervenciones menores en apariencia, pero convierten el ladrillo en experiencia y, con ello, al territorio en propuesta.

Hay tentaciones que conviene evitar. La señalética no debe convertirse en árbol de Navidad; el exceso oscurece. Tampoco basta una campaña gráfica si no hay continuidad física y pequeñas comodidades: sin ellas, el relato se desmorona al primer tropiezo. Y no hay atajo en el tiempo: lo que funciona suele avanzar a ritmo de peatón, sumando minutos de estancia, fotografías, comentarios, una y otra vez.

Si hubiera que retener una sola imagen, sería doméstica: una familia llega un domingo, aparca una vez y en media mirada entiende cómo recorrer el lugar. Camina, se sienta, mira, compra, vuelve a caminar, lee una historia breve en un tótem, se hace una foto, decide quedarse a comer. No hay acontecimiento monumental, hay secuencia clara, amable y coherente. Eso es producto; y eso, inevitablemente, vende territorio.

 

 

El Camino lo enseñó antes de que habláramos de placemaking; Irlanda lo ha traducido al presente; el Morrazo consolida su propia calle larga; Barcelona ha puesto método a la prueba y error. Para Pontevedra y su entorno, la invitación es directa: pensar como marca y actuar como calle. Menos catálogo técnico, más experiencia continua; menos pieza aislada, más guión. Cuando una línea se entiende y se disfruta, el territorio deja de pedir atención: la merece.

Primero modelamos las ciudades y luego ellas nos modelan a nosotros.
Jan Gehl.

Críticas y comentarios: juanpons@coag.es

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